Desde comienzos del siglo XVI el malestar de las clases populares, especialmente del campesinado, amenazaba al viejo orden social, que imponía impuestos y soldados con cada vez más presión. Estas revueltas no comenzaron a declinar hasta mediados del siglo XVII, y planteaban con frecuencia demandas de reforma social: igualdad de derechos, elección de las autoridades y que la religión no fuera un instrumento de control social en manos de los clérigos. Frente a estas revueltas, los grupos dominantes iniciaron un esfuerzo de reconquista interior a través de la difusión de una religiosidad ortodoxa que facilitase el control social a través del pastor o del párroco, y que luchara contra la disidencia (identificada habitualmente con judíos, herejes y brujas). La brujería no era algo nuevo, ya en la edad media se denominaba así a una mezcla de elementos paganos, tradiciones populares y magia. Pero esta visión campesina de conjuros y maleficios cambió cuando la iniciativa pasó a monos de la Iglesia que, al convertirla en "una conspiración diabólica organizada para derribar el cristianismo", intentaría interferir en la sociedad campesina, en los hábitos y creencias de la sociedad rural. Si en España, y en otros países del sur como Portugal e Italia, la caza de brujas no tuvo tanta incidencia fue porque la Inquisición se encontraba ocupada en perseguir y quemar a protestantes, moriscos y judaizantes.
En ese intento por cambiar las actitudes y valores de las clases populares, se ensayó convertir en norma de vida común lo que antes era propio de un reducido número de privilegiados. Así, las normas de la "cultura cortesana" pasarían a ser las de la "civilización" o "urbanidad" (contrapuestos así a la "rusticidad" campesina, que pasa a ser el nuevo nombre de la barbarie). El conocido ilustrado francés Voltaire comentaría así del campesinado "que hablan una jerga que no se entiende en las ciudades, tienen pocas ideas y, por consiguiente, pocas expresiones", y que eran "inferiores" a los cafres africanos. En este sentido, los letrados intentaron apropiarse de las lenguas vulgares y "elevarlas" al nivel de las lenguas cultas, dotándolas así de una gramática semejante a la latina y fijando cuáles habían de ser los usos admitidos o rechazados, rompiendo la idea de que la lengua se podía aprender bien con sólo el uso, desconociendo los códigos gramaticales y ortográficos. No obstante, la literatura de esta época se mantuvo muy cerca del caudal popular de los cuentos y refranes, conservando así toda su vitalidad, especialmente en la novela picaresca del siglo XVII.
La cultura nacida de todo este proceso ha extendido hasta nuestros días sus mitos, en los que "se contrapone la brillantez "moderna" del Renacimiento al oscurantismo medieval, la Reforma (y la Contrarreforma) religiosa a la superstición y la brujería, la racionalidad de la ciencia a la insensatez de la magia, el refinamiento cortesano a la tosquedad rústica". Así, por ejemplo, "el gran enemigo del progreso científico no fueron las especulaciones y experimentos de la magia natural, sino el viejo saber libresco fosilizado", como la tradición aristotélica-escolástica. De hecho, "la revolución científica basada en la experimentación y en el uso de las matemáticas estuvo inicialmente impregnada de un cierto animismo, de un panteísmo que recuerda sus orígenes mágicos (como muestra la obra del propio Isaac Newton)".
Frente a esta versión establecida de la historia moderna europea, es posible plantear un panorama alternativo. Existió una tradición alternativa, obligada en muchas ocasiones al disimulo ante las amenazas de persecución política o religiosa. Y fue la Holanda en la que se refugió Descartes uno de los lugares en los que produjo los encuentros más fecundos de esa tradición letrada alternativa. En esta república burguesa se consiguió crear un clima de tolerancia y libertad, convirtiéndose en refugio de perseguidos (judíos sefardís, socinianos, mennonnitas...) y centro de impresión de obras prohibidas por todas las inquisiciones y censura.
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