«Mis libros no son unos tratados de filosofía ni unos estudios históricos; a lo más,
[son] unos fragmentos filosóficos en unos talleres históricos» (M. Foucault, La imposible prisión, p. 57).
"En efecto, el autor francés exploró de un modo significativo temáticas muy ajenas a los objetos habituales de una historia de la filosofía, como eran el encierro de la locura, la institución carcelaria o la scientia sexualis. No obstante, no solamente se trataría de un problema circunscrito a los campos de investigación. Su aproximación a estos fenómenos se desplegó desde unos criterios metodológicos originales, cuyos supuestos se oponen ostensiblemente a algunos de los criterios elementales que sostienen la idea dominante de la historia de la filosofía".
Foucault propone una historización radical que ponga en contacto a las fuentes filosóficas de cada época con otras formas discursivas. Propondría así acabar con el mito de la autorreferencialidad de los textos filosóficos. Las herramientas que propone Foucault en su anáisis arqueo-genealógico se sitúan en el espacio particular, contingente, de las prácticas institucionales y los discursos con pretensión de verdad para mostrar su juego dentro del orden del poder.
"Lo que hace que yo no sea filósofo, en el sentido clásico del término –quizá, no sea filósofo en absoluto, en todo caso, no soy un buen filósofo– es que no me interesa lo eterno, lo que no cambia; no me interesa lo que permanece estable bajo lo cambiante de las apariencias, me interesa el acontecimiento". (M. Foucault, «La Escena de la Filosofía», p. 151-152).
En el diagnóstico del presente que propone Foucault, el papel de la filosofía no es la de señalar la verdad trascendente y autorreferencial de su época, sino colaborar en ese diagnóstico que permita abrir nuevas formas de vida, nuevas formas de pensamiento a través de un trabajo colectivo.
«Creo que en el centro de todo esto de un modo u otro hay un equívoco en cuanto a la función, ¿cómo decir?, de la filosofía, del intelectual o del saber en general; esto es, que les toca a ellos decirnos lo que está bien. ¡Pero no es así! No es ese su papel. Demasiado tienden ya a desempeñar ese papel. Hace dos mil años que nos dicen lo que es bueno, con las consecuencias catastróficas que eso implica. Entonces, como usted comprenderá, hay un juego tramposo, en el cual los intelectuales [...] tienden a decir lo que está bien y la gente no pide más que una cosa: que le digan lo que está bien [...] ¡cambiemos el juego! Y digamos que los intelectuales ya no tendrán que decir cuál es el bien, y corresponderá a las personas, sobre la base de los análisis de las realidades propuestas, trabajar o conducirse espontáneamente de manera tal que sean ellas mismas quienes definan lo que es bueno para ellas [...]. El bien se innova. El bien no existe en un cielo intemporal [...]. El bien se define, se practica, se inventa. Pero es un trabajo, es un trabajo no sólo de muchos, [sino] un trabajo colectivo». (M. Foucault, «Estos son mis valores», p. 153-154).
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