Para Descartes sólo existe lo matematizable (figura, tamaño y movimiento), las llamadas cualidades primarias. Las restantes cualidades quedan reducidas al ámbito de lo subjetivo. En consecuencia, las cosas naturales se reducen a masas puntuales moviéndose en el espacio euclídeo (infinito, isotópico y tridimensional). El ámbito de la causalidad se reduce a la causa eficiente, y ésta a la relación que relaciona dos variables.
Empecemos por la consideración de las cosas más comunes, y que creemos comprender más distintamente, a saber, los cuerpos que tocamos y vemos. No hablo aquí de los cuerpos en general, ya que esa nociones generales son con frecuencia más confusas, sino de algún cuerpo en particular. Tomemos, por ejemplo, este trozo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: todavía no ha perdido la dulzura de la miel que contenía, todavía retiene algo del olor de las flores de las que se ha recogido; su color, su figura, su tamaño, son manifiestos; es duro, está frío, se puede tocar y, si lo golpeamos, producirá algún sonido. En fin, todas las cosas que pueden distintamente permitirnos conocer un cuerpo se encuentran en él. Pero he aquí que, mientras hablo, lo acercamos al fuego: lo que quedaba de su sabor desaparece, el olor se desvanece, su color cambia, pierde su figura, aumenta su tamaño, se licúa, se calienta, apenas podemos tocarlo y, aunque lo golpeemos, no producirá ningún sonido. ¿La misma cera permanece tras este cambio? Hay que confesar que permanece y nadie lo puede negar. ¿Qué es, pues, lo que se conocía de ese trozo de cera con tanta distinción? Ciertamente, no puede ser nada de todo lo que he indicado por medio de los sentidos, ya que todas las cosas que caían bajo el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído, han cambiado, y sin embargo la misma cera permanece.
Quizás era lo que pienso ahora, a saber, que la cera no era ni esa dulzura de la miel, ni ese agradable olor de las flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido, sino solamente un cuerpo que antes me aparecía bajo esas formas y que ahora se hace notar bajo otras. Pero ¿qué es lo que, propiamente hablando, imagino, cuando la concibo de esta manera? Considerémoslo atentamente y, separando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos lo que queda. Ciertamente no queda nada sino algo extenso, flexible y mutable. Ahora bien ¿qué es esto: flexible y mutable? ¿No es que imagino que esta cera, siendo redonda, es capaz de convertirse en cuadrada, y de pasar del cuadrado a una figura triangular? No, ciertamente no es esto, ya que la concibo como capaz de recibir una infinidad de cambios semejantes, y no podría recorrer esta infinidad con mi imaginación y, en consecuencia, esta concepción que tengo de la cera, no procede de la facultad de imaginar. ¿Qué es, ahora, esa extensión? ¿No es también desconocida, puesto que en la cera que se derrite, aumenta, y se hace aún más grande cuando está completamente derretida, y mucho más aún a medida que aumenta el calor? Y no concebiría claramente y según la verdad lo que es la cera, si no pensara que es capaz de recibir más variedades según la extensión de las que yo haya jamás imaginado. Tengo, pues, que estar de acuerdo, en que ni siquiera podría concebir lo que es esta cera mediante la imaginación, y que sólo mi entendimiento puede concebirlo; me refiero a este trozo de cera en particular, ya que por lo que respecta a la cera en general es aún más evidente. Ahora bien ¿qué es esta cera que sólo puede ser comprendida por el entendimiento o la mente? Ciertamente es la misma que veo, que toco, que imagino, y la misma que conocía desde el principio. Pero lo que hay que recalcar es que su percepción, o bien la acción por la que se la percibe, no es una visión, ni un contacto, ni una imaginación, y que nunca lo ha sido, aunque lo pareciera así anteriormente, sino solamente una inspección de la mente, que puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi atención se dirija más o menos a las cosas que están en ella y de las que ella está compuesta.
No obstante, no podría sorprenderme demasiado al considerar cuanta debilidad hay en mi mente, ni de la inclinación que la lleva insensiblemente al error. Ya que, aunque en silencio, considero todo esto en mí mismo, las palabras, no obstante, me confunden, y me veo casi engañado por los términos del lenguaje ordinario: pues decimos que "vemos" la misma cera, si se nos la presenta, y no que "juzgamos" que es la misma, que tiene el mismo color y la misma figura; de donde casi concluiría que conocemos la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección de la mente, si no fuera que, por azar, veo desde la ventana hombres que pasan por la calle, a la vista de los cuales no dejo de decir que veo hombres, al igual que digo que veo la cera; y sin embargo ¿qué veo desde esta ventana sino sombreros y capas, que pueden cubrir espectros o imitaciones de hombres que se mueven mediante resortes? Pero juzgo que son verdaderos hombres, y así comprendo, por el solo poder de juzgar que reside en mi mente, lo que creía ver con mis ojos.
(...)Pero en fin, heme aquí insensiblemente vuelto a donde quería; ya que, puesto que hay una cosa que me es ahora conocida: que propiamente hablando no concebimos los cuerpos más que por la facultad de entender que está en nosotros, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos porque los veamos, o porque les toquemos, sino solo porque los concebimos por el pensamiento, conozco evidentemente que no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi mente. Pero, como es casi imposible deshacerse rápidamente de una antigua opinión, será bueno que me detenga un poco en ello, a fin de que, prolongando mi meditación, se imprima más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.
René Descartes, Meditaciones metafísicas, Segunda meditación (Webdianoia).
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