Con la construcción del Estado moderno, tras la crisis social de los siglos XV y XVI, los estamentos sociales privilegiados "cedieron parte de sus funciones políticas y militares a cambio de asegurarse la conservación de sus privilegios sociales y económicos" (J. Fontana, Europa ante el espejo, 2000). Pero el Estado moderno nació con escasa capacidad para controlar a la población. La vida local escapó con frecuencia al control del poder central hasta muy tarde, "como lo demuestra la supervivencia de formas de patronazgo, caciquismo y clientela hasta bien entrado el siglo XIX".
Los Estados-nación que se consolidan en Europa en el siglo XIX, ya no podían basarse en la sanción divina del viejo absolutismo, por lo que ésta se reemplaza por una ideología de carácter laico, expresada en una "religión civil" (culto a la patria y a los símbolos inventados, como las banderas), pero sobre todo aglutinada en torno al mercado "nacional" y a la escuela pública:
"La escuela inculcaba la nueva mitología de la nación: una visión apolo-gética de la propia historia (en la que la patria aparecía como madre común de todos), la imposición de la lengua del pueblo dominante, la difusión de tradiciones y mitos preparados ex profeso (seleccionando y adaptando elementos de la cultura popular y los "nacionalizaba"), mapas que construían una imagen nueva del suelo nacional (y que exigieron el establecimiento de fronteras precisas, que separaron a los habitantes de comarcas vecinas, acostumbrados hasta entonces a convivir), etc... La justicia y la cárcel cumplieron también una función educativa, al reforzar el respeto a las nuevas reglas de propiedad -que convirtieron a millones de campesinos europeos en ladrones de leña de unos bosques que consideraban suyos-, la disciplina en el trabajo y la subordinación".
Desde comienzos del siglo XVI se había iniciado un esfuerzo de reconquista de las clases populares, en el empeño de fraguar una conciencia colectiva nacional (mediante la escuela, la cárcel y el servicio militar), pero "no logró destruir la cultura y la dinámica comunitaria de las clases populares, que a mediados del siglo XVIII seguía viva y había logrado reconstruir formas de agrupación autónoma a partir de las relaciones establecidas en torno al trabajo, la subsistencia o la fiesta".
Fontana cuestiona la visión histórica tradicional que justifica la crítica a los usos y costumbres tradicionales de campesinos y trabajadores de oficio como freno a la "modernización", a las "necesidades objetivas" del crecimiento económico. Existieron distintas vías que pudieron conseguir ese crecimiento sin romper los lazos comunitarios y con una distribución más equitativa de la riqueza. La destrucción de las formas comunales de cultivo no fue una "condición necesaria" para la revolución agrícola: "Había una lógica de la economía campesina que estaba consiguiendo crecimiento por una vía distinta a la postulada por los grandes propietarios". Esta particular visión "productivista" desprecia además el complejo mundo de la cultura campesina, que resistió hasta fines del siglo XVIII la destrucción de los bienes comunales.
Tampoco la invención de la fábrica surgió por razones de eficacia técnica, "sino para asegurar al patrono el control sobre la fuerza de trabajo y facilitarle la obtención de un excedente mayor. Los empresarios consiguieron que la tecnología se desarrollase de forma que favorecía la concentración fabril y le aseguraba la superioridad sobre la pequeña producción, lo que hacía parecer que la fábrica era una exigencia del progreso técnico". Pero a comienzos del siglo XIX había muchos trabajadores que pensaban que la producción industrial podía organizarse de un modelo socialmente más equitativo, más flexible, sin renunciar a los avances tecnológicos. Así, señala Fontana, "los tejedores a mano británicos preferían ganar menos a integrarse en un sistema que les arrebataba su independencia y su dignidad, y rompía la relación entre la familia y el trabajo".
Hubo también un proceso de asimilación cultural de las clases populares, aunque la burguesía no terminaba de fiarse de su domesticación: "Los pánicos de las clases dirigentes se sucedieron sin solución de continuidad a cada movimiento de la plebe, creyendo siempre que iban a reproducirse los horrores de la Revolución francesa". Pero esa lucha contra las "masas" se centra en grupos segregados "internos" que quedan marcados como enemigos o "inferiores" (judíos, vagabundos, huelgistas, inmigrantes extranjeros...), con lo que se crea la ilusión de una comunidad de intereses entre unas "masas" no segregadas (los buenos ciudadanos) y sus dirigentes.
Conviene no olvidar, afirma Fontana, que el supuesto progreso de la civilización europea se ha realizado a costa, también, de la mayor parte de los propios europeos, a los que no se debe ocultar "que hay otros pasados que el que se ha canonizado en la historia oficial, que en ellos puede encontrar un caudal de esperanza y posibilidades no realizadas y que mucho de lo que se le ha presentado como progreso no son más que disfraces para formas diversas de apropiación económica y control social. Al arrebatar su historia y su conciencia a las clases populares, las reducimos al papel de salvajes interiores".
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