Moreno Pestaña nos advierte en la Introducción sobre el peligro del escolasticismo, de la recepción descontextualizada de las ideas; ideas que "no trasladan su fondo latente sino que, reducidas a su contenido intelectual, pierden las preguntas complejas a las que respondían", o desconocen las respuestas a las que se enfentaron. Ideas que quedan así falseadas porque desconocen "tanto el tejido temporal en el que cobran sentido como la posición social en la que fueron formuladas". Se trataría así de romper con los modelos de comentario internalista, del que quizás el grado más extremo sea el del comentador "consagrado a la perpetua exhibición de su comentado, respecto del que se instala en una línea de filiación. Si la obra admirada tuvo una historia, tras ella emergió algo irreductible a la misma y que funciona como un paradigma". Esta ruptura, advierte Moreno Pestaña, "no supone el abandono de la tradición, sino la elaboración de otra relación filosófica con la misma. Sencillamente, respecto a qué se considera fuentes del filosofar. No es lo mismo considerar que la filosofía -o, si se quiere, el pensamiento- de la democracia antigua se encuentra en la tragedia, en fragmentos de Tuicídides o solo en los filósofos patentados por nuestro canon. Ciertamente, poco nos quedaría de la experiencia democrática griega si creemos al Platón de "La República" o si mal resumimos a Aristóteles diciendo que la rechazó a favor de un régimen de clases medias".
Por ello, es conveniente recordar los consejos de Baruch Spinoza en su "Tratado teológico-político": debemos conocer cómo se consagra, a través de qué azares históricos y de qué instancias de sacralización, una palabra como fuente de sentido, renovada tras cada lectura y sometida a la disputa de un grupo de intérpretes, así como al consumo, tal vez confundido o puede que informado, de lectores más o menos entregados.
Frente a la utopía platónica, en la democracia antigua se procuraba que, mediante el sorteo y la rotación, se entrenase a la ciudadanía en gobernar y ser gobernado. Porque incluso Platón debe admitir que el político es un "tejedor", alguien que reconoce la existencia de diferentes virtudes en la ciudad y que no pretende encarnarlas: "su saber consiste en reunirlas y en convocar a cada una según las necesidades". Aunque el modelo antiguo de democracia nunca prescindió de los expertos, "separó cuidadosamente aquellas magistraturas que requerían especialistas de aquellas que no", reservando un número importante de cargos al sorteo y la rotación, siempre bajo la rendición de cuentas. "Los mecanismos de sorteo y rotación burlaban los proyectos de monopolizar los cargos públicos y socializaban las competencias políticas, ampliaban el número de aquellos que se consideraban, con razón, legítimos para hablar políticamente".
La utopía pedagógica del Estado platónico plantea "un modelo en el que la transformación espiritual impide la llegada la conocimiento y el poder de cualquier arribista"; un modelo en que se separa el capital económico y el político, "impidiendo la reconversión de las marcas de la riqueza y el prestigio en carisma".
"Frente a la lealtad corrupta, Sócrates-Platón nos proponen relaciones de enorme intensidad y de las cuales se espera una monumental purificación personal. Sócrates nos propone un saber excelso articulado en una situación extraordinaria, propia de un vínculo de difícil generalización. Y, ciertamente, muchas de las redes de lealtad políticas se incuban a través de experiencias extraordinarias, ajenas a la convivencia mafiosa. El problema que se nos plantea es el siguiente: exigen mucho, son socialmente muy selectivas y las garantías de que en ellas se transmitan las virtudes son tan esquivas como las de que lo hagan en la rotación democrática". Como advierte Moreno Pestaña, "donde Sócrates quería filósofos se acabaron produciendo bastantes oligarcas sin escrúpulos". La democracia, afirma en otra parte, "es el régimen de las personas comunes, sin más excelencia que su capacidad de ver, escuchar y deliberar". La democracia ateniense fue una democracia de asambleas, desconfiaba de los cargos unipersonales y designaba siempre órganos colegiados. El problema era conseguir que las deliberaciones de las asambleas fueran integradoras, que no se transformaran en "tiranías de gente ociosa".
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