· La ética y política eudemonista de
Aristóteles, en cuanto establece que el bien (en Tomás de Aquino habría que
matizar: el bien natural) del ser humano se encuentra en la felicidad,
entendida ésta como el éxito en el pleno desarrollo de las capacidades
inscritas en su esencia y como actividad virtuosa que permite el mantenimiento
de ese desarrollo. Asimismo, la definición de la virtud como justo medio entre
dos extremos puede relacionarse con el énfasis puesto por el Aquinate en la
racionalidad del orden por el que las inclinaciones humanas se adaptan a los
preceptos de la ley natural – pues dicha racionalidad, ciertamente, excluye los
excesos en los que tales inclinaciones podrían incurrir.
· Es también herencia de Aristóteles el afán de sistematicidad que se
observa cuando se buscan paralelismos entre el orden de la razón teórica
(especulativa) y el de la razón práctica en cuanto a la disposición y
articulación de sus proposiciones, y particularmente en la especificación de
principios universales de los que sea posible extraer las consecuencias
pertinentes a cada uno de sus campos de estudio (la ciencia teórica,
metafísica, teología natural – dependientes todas del más alto axioma o verdad
evidente: el principio de no contradicción, – por un lado; la ética y la
política – basadas en el máximo precepto: “haz el bien y evita el mal” – por
otro).
· En pasajes puntuales se aprecia la dependencia
de Tomás de Aquino de la otra herencia recibida, la platónico-agustiniana,
principalmente en sus alusiones a las partes concupiscible e irascible de la
naturaleza humana. En ellas se destaca la primacía de la razón, como reguladora
del orden de la ley natural. Además, en estas alusiones no deja de estar
presente también el análisis aristotélico del alma humana, que tiene en común
con otros seres sus aspectos vegetativos y sensibles, de los que nacen
inclinaciones que nos asemejan a ellos, si bien, en nuestro caso, están
gobernadas por la razón.
· Una relación que permitiría una discusión
original y fructífera sería con los viejos sofistas y su distinción entre
naturaleza (fýsis) y ley (nómos). Ellos distinguían ambos conceptos e
incluso los contrapusieron como guías contradictorias, en mutuo conflicto, de
la acción humana. En cambio, Tomás de Aquino –siguiendo en esto a Aristóteles –
entiende que son términos que se pueden hacer compatibles. Es más, para el
Aquinate no hay más ley (humana) que la ley justa – las “leyes injustas” son
desviaciones, aberraciones que no merecen el nombre de leyes – y ésta sólo
puede basarse en la fuente original de la ley natural. En el caso de
Aristóteles, esa fuente se identifica con la propia esencia humana, que es
única y universal – compartida por todos los seres humanos – y gobernada
idealmente por su propia racionalidad. En el caso de Tomás de Aquino, además,
la ley natural es una réplica mundana de la ley eterna de Dios, de la que participa.
Eso haría que cualquier desviación con respecto a ella – llevado por la
“naturaleza”, según algunos sofistas como Antifonte – sería automáticamente, no
sólo una ilegalidad, sino un acto antinatural y, además, pecaminoso.
De esta manera, el cristianismo
reinterpreta el viejo problema sofista, dentro de su propio marco doctrinal,
como los problemas del libre albedrío y del mal. Según el planteamiento
tomista, es un mayor bien que el ser humano se salve por sí mismo, mediante la
libre elección de sus acciones, que si fuera siempre determinado por la
voluntad divina y llevado por ella a la salvación. Eso introduce la posibilidad
de elegir el mal, que es definido negativamente: falta de bien, de verdad, de
ser. A lo que se añade el problema de que la Providencia divina
conoce el mal, tanto su presencia general en el mundo como en los actos
malvados concretos de las personas. Pero ¿qué pasa si suprimimos la dependencia
de la ley con respecto a Dios? ¿y si eliminamos la que en Aristóteles y Aquino
se establece con respecto a la naturaleza?
· Entramos de lleno en la Edad Moderna
y, de paso, recuperamos en parte el viejo problema sofista. Cuando la ética
y la filosofía política consigue desprenderse del lastre de la subordinación a
la teología – lo que sucederá con planteamientos como el de Nicolás Maquiavelo
o el iusnaturalismo de Hugo Grocio – se depositará la fuente de la ley
únicamente en la naturaleza y en la razón. Pero las experiencias históricas de
este periodo, como ya veremos, no sólo harán que la religión entre en crisis
como autoridad moral y política que inspire las leyes: la crítica del
aristotelismo como modelo científico y filosófico llevarán al rechazo de su
visión de la naturaleza y la racionalidad humana. Entonces los pensadores éticos
y políticos recuperarán la idea del pacto – racional, pero también
convencional, voluntario, interesado para las partes, frágil – como origen y
fundamento de la ley.. La teoría del pacto social se situará en el centro de la
filosofía moral y política a través de las contribuciones de Hobbes, Locke o
Rousseau, para quienes la naturaleza, por sí misma, no es base suficiente en la
fundación del orden moral y político. La independencia de la razón, hacia la
que Tomás de Aquino había empezado a apuntar, se hará una exigencia real de la
filosofía, tanto en los aspectos éticos y políticos, como en todos los demás
campos del pensamiento.
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