miércoles, 28 de noviembre de 2018

Teatro y Filosofía. Lectura dramatizada de la Carta VII de Platón.


¿Qué es la lectura dramatizada? La lectura dramatizada es una modalidad de la lectura oral en la que el lector debe representar a los personajes por medio de la voz. Necesita de ensayo, porque si bien no requiere de la memorización de los textos y los movimientos no son los exactos de un montaje, la capacidad expresiva sí lo tiene que ser. La calidad de la lectura dramatizada depende en gran medida del dominio de la voz, por ello es imprescindible una dicción clara y precisa, una entonación cargada de naturalidad expresiva y reflejar las características del personaje que se interpreta. La modulación de la voz es muy importante para facilitar al oyente la comprensión del texto.
Es necesario conocer el contenido de la obra, su objetivo, su carácter (trágico, alegre o dramático), la época en que fue escrita, las circunstancias históricas y socioeconómicas en que se desenvuelve la trama y las características de los personajes, con el objetivo de tener una visión de conjunto. Uno de los integrantes del grupo puede hacer la presentación e incluir en ella una visión general del argumento. Cada lector debe estar familiarizado con el personaje que interpreta y sus relaciones con el resto de los personajes. Debe conocer sus características generales: edad, posición social, nivel cultural, estado de salud, características psicológicas y todos los datos que tiendan a ofrecer una visión clara de su personalidad, para reflejar en los diálogos el estado de ánimo del personaje en cada momento.
 Requisitos:

  • Los lectores deben estar colocados en un lugar visible para el resto del grupo, y pueden permanecer de pie o sentados en forma semicircular, manteniendo en sus manos el texto, del que cada uno debe poseer un ejemplar.
  • Mantener el contacto visual con los oyentes para facilitar la comprensión del texto.
  • Mostrar interés por lo que se lee y proyectar la voz hacia el auditorio, no hacia el suelo o hacia el papel.
  • Leer a una velocidad adecuada. No se trata de leer siempre rápido, sino de saber ajustar la velocidad al tipo de texto y al objetivo de la lectura controlando la respiración.
  • Regular el volumen ajustándolo al tipo de texto.
  • Leer con seguridad, sin vacilaciones, evitando volver atrás.
  • Entonar adecuadamente las palabras, marcando las sílabas tónicas. Previamente deben haberse trazado las marcas entonacionales en el texto.
  • Respetar la mayor o menor duración de las pausas indicada por los signos de puntuación.
  • Poner énfasis en los momentos o palabras claves evitando la monotonía en el tono.
  • Evitar los cambios de ritmo en la lectura si no están justificados y, por el contrario, utilizarlos intencionadamente para llamar la atención del público.
    Fuente: https://www.ecured.cu/Lectura_dramatizada



Ejemplos de lecturas dramatizadas.

TEXTO:
Platón. Carta VII: Platón saluda a los parientes y amigos de Dion. 
La Carta VII está datada después del tercer viaje de Platón a Sicilia. Es la respuesta que da a los amigos y familiares de Dion, amigo y discípulo de Platón que compartía sus ideales políticos, en donde los alienta a seguir la lucha de Dion pero de manera pacífica. Es en esta carta donde Platón habla de las enseñanzas para el público y las enseñanzas para los iniciados en la filosofía. Aquí va a desarrollar parte de su doctrina política y ética y a su vez va contando la historia de sus estadías en Sicilia, su relación con Dionisio el Viejo y Dionisio el Joven, ambos tiranos de la isla.
Un mensajero entra en la estancia donde le esperan impacientes los parientes y amigos de Dion. Lleva una carta en la mano. Hay murmullos y comentarios. El mensajero abre la carta con impaciencia y empieza a leerla en silencio hasta que ve las caras de curiosidad que le van rodeando y empieza a leerla en voz alta:
Me decíais en vuestra carta que debo entender que vuestro modo de pensar es el mismo que tenía Dion, (…) y en consecuencia me invitabais a colaborar con vosotros en cuanto me fuera posible… Cuando yo llegué por primera vez a Siracusa, a los cuarenta años aproximadamente, Dion tenía la edad que ahora tiene Hiparino (su hijo), y las convicciones que entonces adquirió son las mismas que mantuvo durante dota su vida: juzgaba que los siracusanos debían ser libres y regirse por las mejores leyes. (…) Cual fue el proceso de generación de estos ideales es algo que merece la pena explicar desde el principio, ya que ahora se ofrece oportunidad para ello.
Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como llegara a ser dueño de mis actos; y he aquí las vicisitudes de los asuntos públicos de mi patria a que hube de asistir. 
Siendo objeto de general censura el régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución; al frente de este movimiento revolucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un hombres: diez en el Pireo y once en la capital, al cargo de los cuales estaba la administración pública en lo referente al ágora y a los asuntos municipales, mientras que treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la circunstancia que algunos de estos eran allegados y conocidos míos, y en consecuencia requirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reacción mía no es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver lo que conseguían. 
Y vi que en poco tiempo hicieron parecer bueno como una edad de oro el anterior régimen. Entre otras tropelías que cometieron, estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de quien yo no tenía reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que, en unión de otras personas, prendiera a un ciudadano para conducirle por la fuerza para ser ejecutado; orden dada con el fin de que Sócrates quedara, de grado o por fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él no obedeció, y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes que hacerse cómplice de sus iniquidades. 
Viendo, digo, todas estas cosas y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de las torpezas de aquel período. No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta y todo el sistema político imperante. De nuevo, aunque ya menos impetuosamente me arrastró el deseo de ocuparme de asuntos públicos de la ciudad. Ocurrían desde luego también bajo aquel gobierno, por tratarse de un período turbulento, muchas cosas que podrían ser objeto de desaprobación; y nada tiene de extraño que, en medio de una revolución, ciertas gentes tomaran venganzas excesivas de algunos adversarios. No obstante los entonces repatriados observaron una considerable moderación. Pero dio también la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo Sócrates, a quién acabo de referirme, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba: en efecto, unos causaron de impiedad y otros condenaron y ejecutaron al hombre que un día no consintió en ser cómplice del ilícito arresto de un partidario de los entonces proscritos, en ocasión en que ellos padecían las adversidades de destierro. 
Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los poderes públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención lo examinaba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud; no me parecía, en efecto, que fuera posible hacerlo sin contar con amigos y colaboradores dignos de confianza; encontrar quienes lo fueran no era fácil, pues ya la ciudad no se regía por las costumbres y prácticas de nuestros antepasados, y adquirir otros nuevos con alguna facilidad era imposible; por otra parte, tanto la letra como el espíritu de las leyes se iba corrompiendo y en número de ellas crecía con extraordinaria rapidez. 
De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y sin bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, si dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma acompañada además de suerte para implantarla. 
Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra (...).

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